El Convenio de Basilea
A principios de 2019, tras un periplo de 15.000 kilómetros y algo más de dos meses de navegación por el Atlántico y el Índico, atracó en Selangor (Malasia) un barco proveniente de España cargado de contenedores repletos de residuos plásticos.
Las autoridades del país asiático, que al parecer tenían la mosca zumbando desde hacia tiempo detrás la oreja, comprobaron los residuos y averiguaron, para empezar, que la carga era ilegal, es decir, que no disponía de la documentación y los permisos pertinentes, y, para terminar, descubrieron que los contenedores contenían plásticos troceados con virutas de aluminio altamente contaminantes y para nada reciclables.
Pocos meses después, en junio de 2019, el barco estaba de vuelta en España, porque en Malasia se habían hartado de que les tomaran el pelo.
O, dicho de otro modo, las autoridades malayas ya no estaban dispuestas a aceptar que las empresas españolas (y los gobiernos que las amparan) violaran una y otra vez el Convenio de Basilea, en vigor desde 1992, que prohíbe la exportación de materiales no reciclables y pretende que los países firmantes (unos 200) apliquen un control estricto a la producción, uso, procesamiento y deshecho de residuos peligrosos y contaminantes.
Pero, esto de enviar fuera de nuestras fronteras barcos cargados hasta los topes de basura contaminante, ¿es un hecho aislado?
Pues no, en absoluto.
En realidad, precisamente ahora, mientras lees o tomas un café, en este mismo instante, por los mares del globo navegan decenas de barcos cargados de basura, desde países industrializados, como Canadá, EE.UU, Alemania, Japón, Francia, España o Reino Unido hacia países en vías de desarrollo de Asia y África, a los que hemos convertido en los basureros de las economías más potentes de la Tierra.
¿Y por qué? ¿Por qué enviamos tan lejos nuestros deshechos plásticos?
Fácil, porque reciclar (reciclar realmente) sale muy caro: Se necesita mucho personal para separar a mano los residuos. Y fletar unos barcos y enviar la basura contaminante a terceros países resulta, a corto plazo, mucho más barato.
Solo hay que fijarse en los datos:
Según la OMS, en 2018 Japón «exportó» 925.953 toneladas de basura plástica; EE.UU, 811.420; y Alemania, 701.539 a Malasia, Tailandia, Vietnam y Hong Kong.
Pero España no se quedó corta porque, al parecer, es el noveno país del mundo que más desechos plásticos barre bajo la alfombra de la exportación fuera de sus fronteras.
Bien, entonces, ¿qué podemos hacer? Desde luego, no podemos confiar en que dejen de mentirnos y manipularnos: definitivamente, no reciclamos realmente toda la vergonzosa cantidad de basura que generamos y, por eso, porque no saben que hacer con ella, la envían a ensuciar la vida y la salud de personas (familias, niños, hombres, mujeres) que están a miles de kilómetros de nosotros.
Seamos honestos: si no es posible reciclar toda esa cantidad inimaginable de basura…, dejemos de producirla y no nos engañemos.
Una vez generada, la basura plástica no desaparece por arte de magia: solo dejamos de tenerla cerca de casa.
Así que, ¿qué podemos hacer?
Digamos no, no y no, una y tantas veces como nos sea posible, a los plásticos de un solo uso.
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